Antonio Rivero salió esa noche de su rancho elevado a orillas del río Paraná con un bulto entre sus brazos.
Caminó hasta que el agua marrón le llegó a las rodillas y levantó hacia el cielo estrellado su posesión más preciada, su único tesoro: su hijo varón.
Lo mojó con el agua del río que tantas veces lo había perseguido, lo acostó sobre la tierra arenosa de la costa, lo secó con el viento y lo nombró Antonio Florencio Rivero.
Nunca se imaginó que acababa de determinar el destino de su hijo.
Era un siete de noviembre de 1808.
Entre Ríos, como su nombre lo indica, es uno de esos lugares suspendidos sobre el agua.
Van a tener que disculparme los que afirman que las costas se unen en un secreto abrazo submarino pero yo creo que las tierras flotan sobre el agua y no se mueven por el simple hecho de que se les a ocurrido quedarse allí.
Esto lo saben bien los que han nacido en las orillas. Y lo demuestran en su carácter que trasluce una perpetua vocación por su lugar en el mundo.
Por eso regresan tras cada inundación al mismo sitio aunque no les haya quedado nada.
El tiempo pasó para Antonio y moldeó su esencia de una manera dura pero noble.
A los pocos años era aquello que iba a ser toda su vida: entrerriano y peón de campo.
Una tarde, a la hora en que el descanso premiaba la labor de la mañana, se escapó de las casas y se llegó hasta el río.
Sentado observaba la corriente tratando de decidir donde tirar la línea y descubrió ese secreto que todo islero conoce y guarda celosamente: el baile del agua y la tierra con la música del viento.
Desde ese día todas las tardes volvía al mismo lugar a ver ese espectáculo que le llenaba los ojos del alma.
Lo fascinaba ver eso que siempre estaba allí, igual que el día anterior y el otro y el otro...
El viento soplando siempre la misma música y el baile acompasado del ir y venir del agua sobre la tierra.
Pensó que era como si el tiempo no pasara.
Todo a su alrededor estaba igual.
Hasta llegó a sospechar que hoy era ayer o antes de ayer.
Solo él cambiaba.
Ayer había estado triste y hoy no, su ropa no era la misma, sus manos mostraban unas lastimaduras nuevas de haber andado cortando cañas desde temprano.
El tiempo pasaba solamente para él.
El agua, la tierra y el viento habían vencido la barrera del tiempo y vivían una eternidad feliz de baile enamorado.
Caminó unos pasos, el agua le mojó los pies y le dijo: yo te conozco...
Entonces supo que el agua nunca olvida. El olvido necesita del tiempo que corrompe todo aquello que legisla y el agua ha burlado la muerte que trae el tiempo.
El agua nunca olvida, ni el viento, ni la tierra...
Supo también que mientras ese baile durara todo estaría en orden.
El tiempo pasó, dejó de ser un chico y conoció a un señor pueblero llamado Luis Vernet al que habían nombrado comandante de unas islas y que le ofreció trabajo.
Se embarcó en Buenos Aires junto con otros tres gauchos y cinco indios charrúas costeros del Uruguay.
En 1827 llegaron a Puerto Soledad.
Esa misma noche Antonio se llegó a la orilla a saludar a sus tres eternos amigos.
La impresión que recibió lo afectó de tal manera que no pudo dormir. Al otro día no habló en toda la mañana, después de comer dijo solamente: algo malo va a pasar.
Los otros lo tomaron por loco.
Había visto, en lugar de su baile melodioso, la furia de un viento implacable y la embestida agresiva del agua sobre la tierra endurecida en piedras que lastimaban los pies de quien las pisaba.
Presentía el dolor de los tres elementos y podía asegurar que iba a pasar algo malo.
El tres de enero de 1833 uno de los indios lo despertó asustado diciendo que afuera del galpón se escuchaban gritos en una lengua extraña.
El indio estaba convencido de que el diablo andaba suelto.
Ninguno se animó a salir. Durante dos horas eternas estuvieron sentados en el piso en completo silencio.
Finalmente Antonio entreabrió la puerta de madera y desde allí pudo ver la comandancia.
Ya no estaba la bandera, en su lugar flameaba otra que no conocía.
Nunca más lo vio al patrón Vernet.
En su lugar lo capataceaban unos gringos que le ordenaban las cosas por señas.
Otros argentinos se habían puesto a disposición de los nuevos y los trataban diciéndoles “mi loro” o algo parecido.
Desde ese día ya no pudo dormir. Durante la noche lloraba en secreto y le pedía a sus amigos la tierra, el agua y el viento que le dijeran qué debía hacer.
Tres meses duró este calvario hasta que una tarde se escapó a la orilla, se desnudó y se metió en el agua.
De golpe todo se calmó.
El agua lo acarició, la tierra lejos de lastimarlo lo calentó y el viento, que ahora era una suave brisa le dijo: Antonio ahora todo depende de vos, el orden ha sido roto.
El veintiséis de Agosto se levantó junto con sus compañeros.
Armados con facones y boleadoras tomaron la comandancia y volvieron a izar la bandera argentina.
El viento volvió a cantar, por un instante, la canción de amor del agua y de la tierra.
En pocas horas todos sus compañeros habían muerto.
Él, mal herido, escapó hacia la costa. Quería caer muerto en el agua.
Cuatro veces se bajó de su caballo a enfrentar partidas enemigas que salían a cerrarle el paso.
Las cuatro veces los venció.
Cuando llegó a la costa se preparó para pelear la batalla final.
No tenía opción, vencer y restablecer el orden o morir allí en la costa.
Durante los cinco años que estuvo preso nunca logró entender porque Dios dejó que lo capturaran.
Todas las noches rezaba pidiendo que lo dejaran terminar en donde había empezado, en su tierra, en su río, escuchando la canción de su viento.
Suponía en su forma dura de entender las cosas que lo habían castigado por no haber cumplido su misión.
Cinco años después lo dejaron misteriosamente en el puerto de Montevideo.
Los ingleses sabían que si lo mataban iban a construir un mártir.
Como todo gran guerrero volvió a su tierra a ser lo que era: entrerriano y peón de campo.
Nunca volvió a sonreír. Llevaba encima el dolor de aquellos que sienten que han fallado.
Algunos años después los enemigos volvieron.
Así como Vernet se le había presentado para darle trabajo esta vez otro pueblero lo convocaba.
Este tenía aspecto de pueblero pero se podía hablar con él como si fuera peón de campo. Lo andaba precisando para defender el río a la altura de los campos de Obligado.
Le dijo: “amigo Antonio, usted y yo sabemos que el orden ha sido roto”.
Fue su última batalla.
El recuento de las bajas lo encontró muerto en la orilla.
A los que lo vieron les costó reconocerlo.
Tenía una expresión distinta en la cara.
Estaba sonriendo.
Esa noche el viento del sur y el de la pampa soplaron esta milonga al oído de los que dormían al sereno:
Vaya mi canto mejor
en pos del gaucho Rivero.
De los héroes el primero
que enfrentó al usurpador.
Sea este canto una flor
sobre su tumba perdida.
El demostró que una vida
puede servir para más
que pa` aceptar una paz
que no cura las heridas.
El viento de la ciudad sopló en los oídos de los que estaban dispuestos a escuchar:
Al sur de la patria
allí donde el tiempo no sabe de tiempos
porque es tiempo de aguas
que duermen eternas en el movimiento
que las adelanta y luego retrasa,
la absurda vergüenza que sufrió la tierra y el aire y el agua
se mantiene intacta.
No saben de excusas, no entienden razones
ni el viento que sopla, ni el agua y la tierra que bailan y bailan.
Aquello que se haga traerá secuelas.
En un permanente y eterno presente que está y que no pasa
hay una vergüenza que sufrió la tierra
y que llora el viento
y flota en el agua.
Estos son, tal vez, los epitafios de su tumba.
Toto D´Agosto
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