Las
huellas
Para
mi amigo Pablo Bolo
que
le gustaba la canción
del
Señor de Galilea.
Arremetió
la muerte una mañana
intolerante,
burda, irrespetuosa
como
arremete siempre cuando llega
para
llevarse aquello que cree suyo.
Golpeó
el llanto sentido de unos hijos,
el
dolor de una esposa, de unos padres,
la
desazón tenaz de unos hermanos
y
el desconsuelo gris de unos amigos.
Arremetió
de pronto una mañana
trajo
su iniquidad de lluvia y truenos,
de
oscuridad, de rayos, de tormentas,
todo
su repertorio miserable
que
hace que el corazón se sienta triste.
Arremetió
la muerte una mañana
convencida
de que otra vez vencía
y
se encontró con quien la miró fijo
y
dijo sin temor “llegaste tarde”.
La
muerte improvisó unos viejos trucos,
como
un mago de circo pueblerino,
tratando
de lograr producir miedo
en
los ojos de aquel que sonreía
que
le extendió la mano y que le dijo
“llevame
al otro lado, no demores”.
La
muerte obedeció llena de dudas,
porque
si o tal vez por desconcierto
y
al caminar se vio sobresaltada,
al
caminar la sorprendió un recuerdo,
un
dejavú, un momento ya vivido,
como
si todo fuera hacia el comienzo.
Al
caminar el hombre no pisaba
en
cualquier lado, observaba el suelo,
tranquilo
decidía donde y cuando,
no
andaba con apuros ni con yerros,
Elegía
el lugar de cada paso
sin
darlo a la fortuna o al azar
y
ponía sus pies sobre otras huellas,
las
huellas del Señor que calma el mar.
Toto D’Agosto
Don Torcuato, 1 de febrero de 2017
(desde hace un rato el cielo es un lugar mejor)
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